Si pudiera descifrar qué se esconde detrás de sus ojos, lo
entendería todo. Es que es justo allí, detrás de esos iris de tonos ocráceos
que se encuentran las respuestas a todas sus preguntas.
Es esa mirada casi pícara, esa sonrisa tímida, son aquellos
rasgos simétricos de nariz y mejillas los mismos que lo acompañan al fondo de la
cabeza desde hace tantos años. Las ondulaciones como oro
quemado y viejo que luce usted hoy lo transportan a algunos de sus recuerdos más
antiguos. Lo llevan a estar sentado en frente suyo una mañana, primero él abajo
y usted arriba, luego al revés, como solía ser en esos juegos, mirándole los
ojos y los rizos que en aquel momento eran más claros y tratando de comprender
lo que sentía. Procurando entender qué era esta extraña sensación de querer
compartir las tardes junto a usted.
El día en que le dijo su nombre por primera vez, aquel
momento en el que vio que el papel plastificado que colgaba de sus cuellos era
del mismo color, él recuerda que no pudo disimular la pequeña sonrisa que se le dibujó en la cara. Recuerda que en aquel entonces pocas
cosas lo preocupaban. Su mayor anhelo era que pudieran conversar y así fue.
Usted y él hablaron sobre la trascendencia de la vida sin saberlo. Se preguntaron
solo con mirarse y se examinaron mutuamente sin decir nada. Después vinieron los
abusos, las ganas que usted tenía por agobiarlo, por enviarle un mensaje con
sus actos rebeldes, de decirle a su manera que lo aprobaba, que usted también
tenía sensaciones que no conseguía encasillar.
Pasa que pasan los años y él cambia, crece, corre, se deja
la barba, se la afeita, se la vuelve a dejar crecer, se muda, viaja, conoce
gente, explora, estudia, aprende y desaprende, se gradúa, repite el ciclo, se
tatúa, olvida, se enamora (o eso cree en el momento), se equivoca y aprende a
seguir adelante.
Pasa que pasan los años y usted se fue, volvió, cambió, sufrió,
fumó, besó, disfrutó, descubrió, se enamoró de algún hombre (y de alguna mujer),
conversó, convenció, peleó, perdió y ganó, hizo muchos de las cosas que él hizo
también, pero en orden diferente.
Después desapareció.
Cuando él la recordaba, le inventaba historias y destinos; un
pasado y un presente. No había manera de saber qué había sido de usted. Entonces recordaba esa vieja canción de Sabina que dice que “no hay nostalgia peor que añorar lo
que nunca jamás sucedió”.
Pasa que pasa el tiempo y usted sigue estando allí. Muy adentro.
Pasa que él recuerda los momentos que compartieron los dos. Aquellas mañanas
corriendo en los jardines de un colegio, aquel beso robado a pocas calles de su
casa, aquella noche en la que usted le mostró un tango, aquel momento sentados frente
a frente en un restaurante de la ciudad que tienen en común. Aquella madrugada
en que se cruzaron miradas por última vez. Aquel recuerdo inmediato de verle de
nuevo así sea solo en una fotografía que anunciaba su regreso silencioso a las
redes sociales, a través de la pantalla de su computador, sentado frente al escritorio de su despacho en Barcelona.
Ahora él busca la manera adecuada de acabar el texto. No lo consigue. Quizá
existe una razón. Le gusta pensar que se le hace difícil porque es imposible contar
el final de un cuento que aún no termina.
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