Cuando Jacobo Celnik, mi profesor de Redacción de Entrevista, nos propuso por primera vez el reto, se me hizo en extremo sencillo y lo tomé como un proyecto chico, para conseguir una nota fácil tal vez. Qué equivocado estaba, vivir sin redes sociales puede llegar a ser una odisea, un desafio de miedo, de verdadero terror.
Para empezar, tengo que contarles mi nivel de adicción. Creo que de las 18 horas que paso despierto al día, tengo una pantalla frente a mi cara durante algo así como ocho. Yo ya no soy libre, ya no pertenezco a mí mismo, soy de Twitter, de Facebook, de Whatsapp y más recientemente de Snapchat. Mi teléfono, mi juguete preferido, tiene en la pantalla de inicio las aplicaciones que más uso, ¿Cuáles? Pues sí… Whatsapp, Facebook, Twitter y Snapchat. Mi cigarrillo preferido suele ser Twitter, cosa enviciante que es el pajarito azul. No trino en exceso, la verdad, solo me encanta estar mirando el Timeline todo el tiempo, es adictivo. De Facebook reviso el News Feed varias veces al día, pero lo uso más que nada para chatear por interno, como si fuera otro servicio de mensajería igual a Whatsapp y Snapchat, dulces Whatsapp y Snapchat…
Las 8 primeras horas fueron bastante sencillas, pues estaba dormido. La noche anterior al primer día me acosté bastante temprano, no tenía ningún mensaje de redes sociales como para despedirme de ellas. Cuando desperté, ya tenía 6 textos acumulados en Whatsapp y antes de las 9 de la mañana, ya habría recibido otros tres. Esa noche soñé todo el día con esto, con cómo sería la abstinencia. Antes de comenzar le comenté del proyecto a mi novia y a mi madre, para que pudieran contactarme al celular por si acaso, pero no caí en cuenta de una cosa. Por primera vez en varios años, me quedé sin saldo para llamar desde el móvil. Cuando fui a enviarle un mensaje de texto a mi novia en la mañana, descubrí que sin saldo, no puedo enviar mensajes de texto tampoco. Muchas Gracias ETB y sus llamadas de 90 minutos peleando con servicio al cliente cada vez que falla el teléfono y el Internet.
Para evitarme la tentación decidí esconder en una carpeta en mi celular las susodichas aplicaciones. Uno asegura no ser dependiente de la tecnología, hasta que deja de tener al alcance del pulgar el icono de Twitter. Apenas desbloqueo mi teléfono mi pulgar va automáticamente a un punto vacío en la pantalla de inicio donde alguna vez estuvo un pajarito de color celeste. Me río con un llanto un poco irónico al mismo tiempo. Esta reacción extraña me dura hasta que caigo en cuenta que estoy solo en la casa. y que parezco un maniático. Aprovecho que ya no me quitan tiempo las redes sociales y hago cada actividad del día con mayor calma, me cepillo los dientes más despacio, me toma un tiempo elegir que ponerme para ir a la universidad, y escribo estas palabras a una velocidad del 50 por ciento de lo que hago usualmente. Todo se va tornando muy calmado hasta que veo la luz, la jodida luz, es el LED que tiene mi móvil que me avisa las notificaciones. Azul… Rosado… Verde claro… Azul…Rosado… Verde Claro… El LED no alumbra rojo aún, nadie me ha llamado, tampoco alumbra blanco, no tengo mensajes de texto.
Descubro que la comunicación era muy complicada antes de la llegada de los celulares, pues al no tener minutos no puedo llamar a mi amigo Federico, con quien iba a encontrarme para hacer un trabajo, lo busco por 15 minutos por toda la biblioteca hasta que consigo que alguien me preste el teléfono para poder llamarlo. La tranquilidad viene a mí cuando consigo hablar con mi novia, dejo de preocuparme por chatear, quizás no sea tan adicto a Whatsapp, quizás solo soy un poco adicto a hablar con ella. Después de eso, sucumbo a una de las aplicaciones sociales de mi móvil por primera vez, pues al no tener minutos no tengo como hablar con Luisa, con quien había quedado de jugar Squash en las horas de la tarde. Uso Snapchat, para evitar leer lo que ya enviaron por Whatsapp y me limito a mandarle una foto con texto a ella, pidiéndole que me llame para coordinar lo del partido. No terminamos jugando.
Más tarde me llama Tomás y me invita a jugar fútbol 5 a las siete. El caso de Tomás es algo curioso, pues no tiene Smartphone y solo está en Facebook para comunicarse con las personas cuyos números de teléfono no tiene. Es él la prueba viviente de que las redes sociales no son tan necesarias como muchas veces pensamos. Cada vez estoy más convencido de que lo ideal no es estar totalmente desconectado, solo no dejar que nuestras vidas dependan de ello.
El no tener minutos me ha hecho sacar lo mejor de mí, sacarle provecho a mi ingenio para poder comunicarme con las personas con las que necesito hablar. Me encuentro de igual manera reemplazando cosas, cambio Twitter por la radio (y por un CD de John Lennon que tenía tiempo acumulando polvo en mi carro), cambio Facebook por lecturas y cambio Whastapp por conversaciones frente a frente, pero el móvil no se calla.
36 horas después de haber empezado este reto, tengo, según mis notificaciones, 29 mensajes de 10 conversaciones diferentes sin leer, pero el mundo no se ha acabado. Agarro el computador de nuevo y mi cerebro automáticamente clickea en la miniatura azul de las páginas frecuentemente visitadas que representa a Facebook. Cuatro notificaciones y un mensaje, no los he visto y, de nuevo, el mundo no se ha acabado.
Me despierto 55 horas después de haber comenzado el reto. Tengo más de 50 mensajes sin leer en Whatsapp, pero no siento necesidad de abrirlos. Pocas personas se preocuparon realmente porque no contestara sus mensajes, ninguna persona se molestó. Es interesante hacer una reflexión, preguntarse quizás, ¿cuántas horas al día se gastan en redes sociales?. Lo ideal sería darle a las nuevas tecnologías los mismos conceptos que se tienen con cosas como el juego y el consumo de alcohol: Todo con moderación.
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